Lo ha bautizado Raó de viure, y vuelve a dar muestras de un exquisito minimalismo en temas como el que bautiza el álbum o en la instrumental Soledat. Pero para abrir el compacto Soler ha recuperado una de sus piezas más emblemáticas: esa Sardana flamenca que grabó en 1994 y con la que deja de manifiesto su voluntad de seguir reivindicando «la música de aquí». «Nuestro origen no está en el blues, el rock, el folk… Veo muy despistadas a algunas de las bandas catalanas que triunfan ahora», se lamenta. «Es una vergüenza: ¿Dónde está la memoria, nuestra cultura?», insiste el guitarrista que mejor conoció a Ovidi Montllor, a quien vuelve a rescatar del olvido incorporando una de sus canciones en este álbum, La samarreta. «Estamos en un país que no tiene memoria, que olvida lo que se ha vivido, lo que me parece una ruptura muy absurda. De hecho, Ovidi ya lo pronosticó en los 80. Esta desinformación es lamentable». Si de algo se siente orgulloso Soler es de «esos 25 años» que actuó con Montllor, y de haber compartido partituras y estudio de grabación con el mismísimo Leo Ferré. «Era uno de mis ídolos, a quien en casa ya escuchaba con solo 12 años, así que no veas cuando me encontré tocando con él. Me enseñó una forma de trabajar, un talante que desde entonces aplico: dejar que el otro aporte su libertad para que dé lo mejor sí». Soler recuerda que Ferré no le dejó ensayar cuando grabaron su primera pieza juntos en el estudio. Esta misma filosofía es la que ha practicado, por ejemplo, con su nueva cómplice, Sílvia Pérez Cruz, una de las cinco voces femeninas que aparecen en Raó de viure. Con ella interpreta el poema de Miguel Hernández (El corazón es agua), pieza que desde hace año y medio abordan juntos en los escenarios. Sus otras mujeres son: Luisa Oswaldo Cruz (Alpargata e violao), Montse Vellvehí (Que sigui la meva ànima), Gemma Humet (Penyora d’amor) y, por último, su hija Laia Soler (Aurora). «Y es que la saga continúa», admite, entre risas. Soler tiene discos de su bisabuelo, barítono, grabados en Milán en 1900. «Su nombre real era Jaume Bachs, pero se hacía llamar Angelo Angioletti para salir el primero en el orden alfabético –recuerda–. En su tiempo era reconocido y recorrió medio mundo. Y mi abuela, que le acompañaba, hacía en los hoteles el resto de papeles de las óperas para que él ensayara». Su padre, médico, se fue a la guerra con un violín e hizo los primeros encefalogramas de España: «Era un inventor que tocaba desde música del renacimiento ¡hasta electrónica!» Su madre, que murió cuando él tenía solo 5 años, «era una gran pianista». Y en su casa siempre le han dicho que él cantaba afinando antes de hablar. Pero a Soler lo que en seguida le atrajo fue la guitarra. Y dedicarse a una profesión que cada vez ve más prostituida. «El arte y la cultura del ocio, esa que consiste en vender cuanto más mejor, son dos cosas distintas. El arte existe por sí solo, y sale solo cuándo y dónde quiere».
Núria Martorell
El Periódico, 18.12.2011